Adopción. La Espera. Adaptación. El nombre propio de los niños adoptados ¿puede cambiarse?
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Un niño a una niña adoptado llega a casa de sus nuevos padres prácticamente sin equipaje. Ha dejado atrás un nacimiento, una historia, unas relaciones interpersonales, unos apellidos... Ha sufrido una serie de pérdidas de las que deberá hacer el duelo, aunque en su mayoría sean posiblemente negativas, a fin de poderse incorporar y adaptar adecuadamente a su nueva familia.
Tiene además un nombre propio, que le ha sido dado desde el inicio de su vida (por sus progenitores, servicios sociales, personas del lugar de acogida donde haya estado) por el que se le conoce y responde cuando le llaman. Que lo designa como sujeto, lo diferencia de los otros y le da una identidad propia. Le hace ser alguien.
El nombre del niño/a adoptado es el único equipaje, en el sentido simbólico del término, que lleva consigo cuando llega a un nuevo hogar. Es algo que lo arropa y lo viste como una segunda piel. Es el nexo de unión entre el antes y el ahora, lo que le da continuidad: él se llama Rubén, Rana o Boris y por lo tanto es Rubén, Rana o Boris, allá y aquí, porque él es el mismo niño. Y esta continuidad es la que le va a permitir hacer este pasaje hacia unos nuevos padres, con los que se identificará, entre otras cosas, a través de su apellido, pero de los que se diferenciará con sus propias señas de identidad y con su nombre, al igual que todos los seres humanos nos diferenciamos los unos de los otros.
¿Qué pasa entonces cuando a un niño/a adoptado/a se le cambia el nombre por otro que han elegido sus padres adoptivos? ¿Cuál sería el motivo del cambio y a quién beneficiaría?
Es natural que cuando una pareja adopta un hijo quiera incorporarlo por completo dentro de su núcleo familiar, que adquiera su cultura, que se integre a su ambiente, que adopte sus pautas educativas,... En definitiva, que haya una identificación total y completa padre-madre-hijo/a.
Que no haya ninguna duda de que ellos son los padres de este/a niño/a, si no desde siempre, si para siempre. Y que esta certeza sea recíproca y la comparta ese hijo que acaba de llegar.
Pero no hay que olvidar que un hijo, sea biológico o adoptado, no es propiedad de sus padres, no les pertenece del todo. Y en el caso de los adoptados, además tienen una historia previa corta o larga y unos orígenes diferentes que hay que respetar para que el niño pueda hacer el paso de un lugar a otro. ¿Cómo va a hacer ese pasaje si a medio camino le quitamos el nombre que lo identifica? ¿Quién es este niño al que se ha ido a buscar si no se le deja ser él mismo y se le pide que sea otro niño, un niño nuevo, sustituto quizás del hijo idealizado de unos padres que no lo han podido tener biológicamente?
La identificación no pasa porque se llame como el nuevo papá o mamá, o como el abuelo o con el nombre que les guste o con el que siempre se ha pensado bautizar al primer hijo. La identificación que el niño haga a su nueva familia tiene que ver con el amor, el respeto, la comprensión y la aceptación que sus nuevos padres le proporcionen. Cuanto más se respete su identidad y autonomía como persona, más fuertes y duraderos serán los vínculos paterno-filiales que se establezcan.
Hay otros motivos por los que los padres adoptivos cambian el nombre de los hijos que adoptan: vienen de un país lejano y el nombre es de difícil pronunciación o bien tiene una connotación negativa en nuestra lengua. Pero en ese caso podría hacerse en complicidad con el niño, una modificación del nombre (un diminutivo, acortarlo cuando se le llama familiarmente, etc.) o añadir un nuevo nombre al que ya tiene, como si se tratara de un nombre compuesto: el niño conserva el propio nombre de origen porque le pertenece y sus padres actuales lo significan con un nuevo nombre, que añaden al anterior, al igual que le dan su apellido.
Modificar o añadir un nuevo nombre no es lo mismo que cambiar. Modificar o añadir implica respetar y aceptar al niño/a con sus orígenes y su historia y darle al mismo tiempo una abertura hacia un presente y un futuro nuevos. Y también dar una oportunidad a que el propia niño o niña escoja cómo quiere que se le llame.
Una historia servirá de ejemplo: un matrimonio adopta a una niña de seis años en
El cambio de nombre de los niños tiene que ver con la inseguridad y los miedos de sus padres adoptivos. Es un intento de borrar, olvidar, no saber sus orígenes. Es no reconocer el hecho diferencial de su nacimiento. Es no querer que nada recuerde a aquellos que les pusieron el nombre. Pero esta posición no beneficia a los niños, al revés, puede ser un elemento más de dificultad en la integración a su nueva familia.
Más allá de las excepciones que pudiera haber y del estudio siempre caso por caso, solamente en niños recién nacidos o bebés de muy pocos meses, que aún no se han identificado con su nombre, podría aceptarse un cambio.
Mercedes Monjo
Psicóloga Psicoanalista
Revista Infancia y Adopción Nº 5
Barcelona,1999
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